"El éxito de un espectáculo siempre dependerá de que el público esté más interesado en lo que sucede en el escenario que en los errores fuera de él."
Siempre he sentido que el cine es un espejo de la sociedad: nos refleja, nos interpela, nos emociona. Pero en los últimos años, observo un giro preocupante. Muchas películas y series han dejado de contarnos historias para centrarse en transmitir mensajes ideológicos, y lo hacen reescribiendo el pasado, reformulando personajes icónicos y alterando obras literarias o cinematográficas que forman parte de la memoria colectiva.
No estoy en contra del cambio ni de la inclusión. Estoy en contra de la manipulación narrativa con fines ideológicos, especialmente cuando se hace a costa del legado cultural, de la historia y de la coherencia interna de una obra.
Un modelo repetitivo y artificial
Hoy muchas producciones responden a un esquema tan predecible como artificial: el protagonista —hombre o mujer— siempre está acompañado de un elenco que cubre todas las casillas de representación: una persona racializada, alguien LGBTQ+, alguien que practica una religión no cristiana, y un trasfondo social de exclusión o trauma.
Esto no sería un problema si estas historias surgieran de forma orgánica. Pero en muchos casos parece más una obligación que una necesidad narrativa. El resultado es que el espectador deja de ver personajes reales y empieza a ver constructos ideológicos disfrazados de guion.
Lo que me desconcierta no es la diversidad —que siempre ha estado en el cine bien hecho— sino su uso instrumental, casi mecánico, como si el relato tuviera que pasar un control de corrección política antes de llegar a pantalla.
El cine no debería enseñarnos a pensar: debería hacernos pensar
El arte no es una lección moral. Es una forma de explorar la condición humana, con todas sus contradicciones, matices, claroscuros. El buen cine no grita: sugiere, conmueve, incomoda a veces, pero siempre respeta al espectador.
El problema con muchas producciones actuales es que confunden representación con imposición. Confunden sensibilidad con censura. Lo hemos visto incluso en el intento de reescribir novelas, cambiar el lenguaje en los libros de Roald Dahl, o modificar los clásicos de Agatha Christie para que encajen en los nuevos estándares morales del siglo XXI.
Pero no se puede reinterpretar el pasado con la ideología del presente sin caer en una forma de revisionismo cultural. Y ese revisionismo, por bien intencionado que sea, borra más de lo que construye.
Ejemplos en el cine español
- Carmen y Lola (2018): muestra una relación entre dos mujeres dentro de la comunidad gitana. Aporta visibilidad, sí, pero fue criticada por su representación sesgada de una cultura compleja.
- Techo y comida (2015): denuncia la precariedad en España. Una historia poderosa, aunque claramente marcada por una lectura social muy determinada.
- La trinchera infinita (2019): sin caer en el discurso fácil, su enfoque sobre el franquismo conecta con las preocupaciones actuales por la memoria y la opresión.
- La llamada (2017): mezcla religión y cultura pop para tratar la identidad sexual en clave ligera. Su mérito está más en la forma que en el fondo.
Hollywood y el dogma ideológico
- Capitana Marvel: se vendió como una película feminista, pero muchos la criticaron por su tono aleccionador y su protagonista “perfecta” e inverosímil.
- Lightyear: buscó marcar un hito con una escena LGBTQ+, pero terminó enfrentando censura y rechazo por su forma de abordar el tema.
- Mulan (2020): despojada de todo lo que hacía memorable al clásico animado, con un discurso políticamente correcto pero sin alma.
- Barbie (2023): convirtió la sátira en bandera, generando división: para algunos fue liberadora, para otros, una caricatura ideológica.
¿Estamos educando o adoctrinando?
No se trata de negar que el cine tenga una dimensión social. Se trata de entender que su primera función es narrativa. Que su poder está en la historia, no en el panfleto. Que los clásicos perduran porque hablaban de emociones humanas, no de discursos de moda.
Tampoco podemos olvidar que muchas de estas producciones pretenden educar desde una superioridad moral sospechosa, en lugar de confiar en la inteligencia del espectador. Se pierde la magia, la duda, la interpretación libre. Todo queda empaquetado, cerrado, explicado… como si el espectador no pudiera pensar por sí mismo.
Conclusión: respeto por la obra, por la historia y por el espectador
El fenómeno woke, cuando se aplica a la revisión de obras clásicas, corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de censura disfrazada de progreso. Reescribir el pasado con las categorías del presente no es justicia: es manipulación.
El cine, la literatura, el arte, deben poder mostrar la complejidad del mundo, incluso aquello que hoy resulta incómodo. No todo debe ser ejemplar. No todo personaje tiene que enseñar algo. A veces, basta con que nos conmueva.
Yo no rechazo la evolución de las narrativas. Lo que rechazo es el dogma disfrazado de entretenimiento, la consigna disfrazada de guion, y la corrección política convertida en criterio estético.
El buen cine, el que perdura, no tiene miedo de la imperfección. Ni de la verdad. Y mucho menos del pasado.
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