"En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinatos y derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, a Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tuvieron amor fraternal; tuvieron 500 años de democracia y paz, ¿y qué produjeron? El reloj de cuco."
Harry Lime
Ayer, 29 de octubre de 2024, volví a adentrarme en El tercer hombre, ese rincón oscuro y fascinante del cine que transcurre en una Viena herida, aún marcada por los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial. Tres décadas habían pasado desde la última vez que me perdí en su blanco y negro, en ese juego de luces y sombras que envuelve a los personajes con un misterio inquietante.
Como siempre, fue un deleite reencontrarme con la intriga del tercer hombre, esa pregunta suspendida que sostiene la tensión del relato, y con el genio de sus primeros planos, donde cada mirada parece esconder una verdad a medias. Pero hablar de su trama sería repetirse; la grandeza de su realización ha sido ya glosada hasta la saciedad. El tercer hombreno es solo una película: es un ícono de lo perdurable.
El filósofo Julián Marías, en su artículo “Viena sin Danubio”, captó con precisión la esencia de esta obra. Para él, la película trasciende el relato de crimen y desolación porque convierte a Viena en un personaje más, una ciudad exhausta, rota. Reed nos muestra una Viena dividida entre las potencias aliadas —estadounidenses, británicos, franceses y rusos—, donde cada rincón es testigo del dolor colectivo. Una ciudad sin río y sin alma, que sobrevive entre penumbras y ruinas.
Y en este paisaje desolado, emerge otro protagonista: la música de la cítara, compuesta e interpretada por el austriaco Anton Karas. Su tema principal, el ya mítico “Harry Lime Theme”, se contrapone con su ligereza al tono sombrío de la historia. Esa dualidad, sin embargo, no chirría: al contrario, refuerza la ambigüedad moral que respira todo el filme. La cítara no es solo música; es atmósfera, es alma, es intriga. Su éxito fue inmediato y mundial, y aún hoy sigue siendo una de las melodías más reconocidas del cine clásico.
Recuerdo claramente mi primer encuentro con Viena en 2006. Paseaba por Josefplatz, cerca del Hofburg, cuando vi unas cariátides en la entrada de un edificio. De inmediato supe que estaba frente al Palacio Pallavicini, donde Joseph Cotten aparece al inicio de la película. Aquellas figuras, grabadas en mi memoria a través de la pantalla, me transportaron al film. Me fotografié junto a ellas, sabiendo que estaba frente a un fragmento del imaginario colectivo. En cada regreso a Viena, vuelvo a ese lugar. En diciembre de 2024, las encontré restauradas, más blancas, como si también ellas quisieran permanecer inmortales, aferradas al recuerdo.
El tercer hombre nos cuenta la historia de Holly Martins, un escritor que llega a Viena en busca de su amigo Harry Lime, solo para descubrir un mundo de sombras, traiciones y dobles vidas. En esa travesía, Martins debe enfrentar la decepción: su amigo no es quien creía. La ciudad, dividida y oscura, es un reflejo del propio Harry: carismático, enigmático, pero moralmente descompuesto.
Y es allí, en las famosas alcantarillas vienesas, donde Harry Lime suelta una de las frases más cínicas y memorables del cine:
El tercer hombre sigue siendo un lugar de memoria, un cine donde todo –la cítara, la Viena en ruinas, la mirada de Harry Lime desde la noria, las alcantarillas mojadas– compone un retrato inolvidable de Europa herida. Una obra que, más de siete décadas después, sigue preguntándonos lo mismo: ¿quién es ese “tercer hombre” que nunca vemos del todo, pero que siempre está allí, entre sombras?
Tráiler oficial de El tercer hombre:
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